A menudo tenemos la necesidad de postular por nuestros
derechos. Derechos adoptados arbitrariamente durante nuestro crecimiento y madurez comenzando en el seno familiar,
colegios, mundo laboral, amistad, relaciones, etc… Somos consientes de que tenemos unos derechos naturales y
sociales y culturales y todos los ‘les’ que queramos añadir en el transcurso de
nuestra semana o de nuestra vida. Unos derechos que son para todos diferentes,
ya que los derechos comunes con el resto de personas que nos rodean son, en gran
medida, incómodos, a veces injustos y mayormente indeseables o
simplemente poco asumibles.
Mi amigo Joan siempre dice: ‘Esto es fácil. ¿Pagamos los mismos
impuestos? Pues tenemos los mismos derechos’ en tertulias sobre las injusticias del uso y
disfrute de ciertos espacios o comportamientos urbanos.
A mi me parece lógico que todos, siempre en la medida de lo
posible, hagamos uso de las aceras, las plazas, las avenidas,
parques, paseos, diques y todo eso que, hasta que no nos lo impida el gobierno,
podemos usar gratis en la ciudad. El dilema comienza en el momento en el que
alguien decide que tiene más derecho que otro o que es mejor que lo usen unos a
otros (con o sin lenguaje ofensivo).
¿Mis derechos como ciudadano son los mismos que los tuyos? Esto
depende de una serie de circunstancias discriminatorias como la raza y el estatus económico. No importa que seas negro de Guinea Ecuatorial y además
homosexual con hijos. Si tienes dinero, como si te da por bailar sardanas
vestido de flamenca en la puerta de la sagrada familia.
Seguido muy de cerca tenemos la repartición selectiva de los
derechos dividido entre todas las rarezas de la mente colectiva. Esto quiere decir que cada uno tiene las suyas y que estas, además,
cambian con una facilidad asombrosa dependiendo de si en tu evolución hacia la
vejez se abre tu mente y vas hacia delante o si se cierra y regresas de nuevo
a las cavernas.
Las pinturas rupestres ya mostraban diferencias entre unos
humanos y otros. En las grandes civilizaciones antiguas (Egipto, Grecia, Roma,
México, Perú) don dinero ya era más adorado que las constelaciones y las clases
sociales marcaban tu destino antes de nacer. Y esto, aunque nos suene a libros
de historia, es todavía la diferencia entre una buena vida o la miseria.
Pero volvamos a nuestro barrio, a nuestra vida diaria, a las
aceras, el metro, el carril bici, a la Barceloneta en verano y en invierno, al
Parc Güell, a los turistas, a las obras… Pagamos los mismos impuestos pero a
¿quién le importa? En el momento en el que a ti te moleste algo de mi se crea
la disyuntiva de ‘tengo más derecho que tu’. Debemos vivir todos juntos pero ¿a
qué precio? Y lo que es peor ¿quién pagará el peor precio por ello?
Es evidente que jamás nos pondremos de acuerdo (el ave por
el litoral, no a las corridas de toros, turista sí- turista no) y aún siendo lo
que nos separa es, paradójicamente, lo que también nos une. Somos una mezcla de indiferencias
heredadas de sociedades pasadas y diferencias diarias que tan solo se
transforman, como la energía. Estamos de acuerdo en cosas generales grades (sin
menospreciar) como la crisis económica, el paro, políticos corruptos, contratos
futbolísticos millonarios… En las cosas más cercanas seguimos en guerra: Yo
tengo derechos que tú no tienes.
Me entra la risa con personas que se empeñan en hacerme sentir ciudadano Clase B, me río
a carcajadas cuando un incívico me acusa de lo mismo y me descojono cuando
pretenden que de un paso atrás o pida disculpas porque creen que lo merecen,
aunque el ofendido sea yo.
Y, aunque practico la ignorancia como arma ante la
adversidad, a veces duele.
Entiendo que sea fácil sentirse mejor que otro a saberse mejor
que uno mismo, pero eso no significa que lo comparta.
La tolerancia comienza en casa, en la de cada uno. En saber quién eres y no quién crees ser. En que no te importarte qué hace el otro sino en lo importante para ti. Muchos piensan que esta diferencia nos aleja y a mi me gusta pensar que nos hace grandes. Y aunque me importa poco lo que pueden pensar sobre lo que escribo hacerlo me hace ser mejor. Pero no mejor que tú, sino mejor que hace 10 minutos cuando empecé a escribir esto.
La tolerancia comienza en casa, en la de cada uno. En saber quién eres y no quién crees ser. En que no te importarte qué hace el otro sino en lo importante para ti. Muchos piensan que esta diferencia nos aleja y a mi me gusta pensar que nos hace grandes. Y aunque me importa poco lo que pueden pensar sobre lo que escribo hacerlo me hace ser mejor. Pero no mejor que tú, sino mejor que hace 10 minutos cuando empecé a escribir esto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario