Desde que nacemos parecernos a otra persona se convierte en
una lucha constante por saber quienes somos y que muchos no consiguen superar.
Tienes los ojos de tu padre, las orejas de tu abuela, la sonrisa de tu tía, el
pelo de tu madre y un sinfín de parentescos que te definirán en los primeros
años de vida . Y es más complicado no saber quién eres que pensar que eres
igual a otra persona; y aquí empieza el descontrol, ya no por el hecho de gustarte o
no (que esa es otra conversación) si no por la constante comparación a la que
nos sometemos.
Tu hermano, tus primos, tu vecinos, los compañeros mas
empollones que tú, el que canta, el manitas, el que no va a clase… Miles de
personalidades limitan tu proceso
evolutivo natural por esa manía que tienen, y tenemos, de compararnos con el
resto para saber quienes somos. Lo primero que se me ocurre es preguntarme ¿qué
me importa el resto? Fácil la pregunta ¿verdad? Pero ¿por qué nos cuesta tanto
librarnos de ‘la comparación’?
Yo comparo, tú ‘me’ comparas.
Me comparo con las personas que conozco para saber si actúo
bien o no. Busco referencias en las experiencias de otros para saber si me
atrevo a hacer algo o no. Imito a otros para disfrutar de la vida y no
perderme algunas cosas y evitar otras. Esto es un trabajo a jornada completa sin
derecho a descanso para toda la vida que nos distrae del verdadero trabajo de ser uno mismo.
Todo comenzó hace unos días con un comentario sobre el culo
gordo de una chica, con una amiga.
No me indignó el comentario, pero si volví a
reflexionar sobre el por qué, ¿por
qué esa chica tiene que ser un sílfide para ser hermosa? Porque era realmente
guapa. ¿Por qué debes que tener pectorales hercúleos y 6 abdominales en la
barriga para ser sexy? ¿Dónde cometimos el fallo? Culpemos a los griegos y su
amor por la belleza, claro que ellos eran conscientes de que la belleza es
privilegio de unos pocos y la adoraban más que para comparar para animar. Voy
al momento en el que te miras al espejo y no te gustas. Ahí está el peligro. Si
hace media hora, antes de ducharte, estabas encantado ¿qué te hace cambiar de
opinión?
La inseguridad de no tener nada en el armario hace que
nuestro mundo se tambalee cada vez que tener los ojos de tu padre, las orejas
de tu abuela, la sonrisa de tu tía y el pelo de tu madre se convierte en un
estigma. ¿Quiénes somos realmente? ¿El reflejo del espejo o el espejismo de
todas las comparaciones a las que nos sometemos?
De poco sirven los halagos del resto si tu no estás convencido
de que te gusta lo que ves. Y a expensas de ser superficial (que poco me
importa) tardamos más en escoger qué ponernos para una fiesta que en decidir si
vamos. Ponemos nuestra alma en blanco para que sean otros los de decidan cómo
debe afectarnos ser como somos. Nadie sabe qué o cómo somos pero así funciona y
somos el reflejo de lo que los demás quieren que veamos de nosotros mismos.
Ahora vamos a pensar en esas mañanas
en las que sales de casa sin pensar a donde vas. Una de esas mañanas en las
que sin saber por qué estás animado, te sientes bien (también conocido por
muchos como: estado de felicidad). Puede ser invierno o verano, puede hacer sol
o estar aún oscuro. Andas por la acera, o te subes en el coche y piensas ‘qué
bonito día hace’ Los zapatos no te molestan, la mochila es ligera, haces tu
camino sin pensar, ves pasar la gente, el tráfico, las edificios de cada día
parecen distintos, sientes que muchas personas a tu alrededor parecen poco
felices y te sientes bien, sin culpa, porque piensas que pueden tener un mal
día y eso nos puede pasar a todos. Uno de esos días en los que se puede parar el
mundo y tú estás preparado para lo que venga.
Ahora piensa cuántos días así tienes a la semana y luego al
mes y después multiplica por doce y si superas los trescientos días al año quizás
sería el momento ideal para dejar de hacer comparaciones.
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