22 febrero, 2014

Por comparar

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Desde que nacemos parecernos a otra persona se convierte en una lucha constante por saber quienes somos y que muchos no consiguen superar. Tienes los ojos de tu padre, las orejas de tu abuela, la sonrisa de tu tía, el pelo de tu madre y un sinfín de parentescos que te definirán en los primeros años de vida . Y es más complicado no saber quién eres que pensar que eres igual a otra persona; y aquí empieza el descontrol, ya no por el hecho de gustarte o no (que esa es otra conversación) si no por la constante comparación a la que nos sometemos.
Tu hermano, tus primos, tu vecinos, los compañeros mas empollones que tú, el que canta, el manitas, el que no va a clase… Miles de personalidades  limitan tu proceso evolutivo natural por esa manía que tienen, y tenemos, de compararnos con el resto para saber quienes somos. Lo primero que se me ocurre es preguntarme ¿qué me importa el resto? Fácil la pregunta ¿verdad? Pero ¿por qué nos cuesta tanto librarnos de ‘la comparación’?
Yo comparo, tú ‘me’ comparas.
Me comparo con las personas que conozco para saber si actúo bien o no. Busco referencias en las experiencias de otros para saber si me atrevo a hacer algo o no. Imito a otros para disfrutar de la vida y no perderme algunas cosas y evitar otras. Esto es un trabajo a jornada completa sin derecho a descanso para toda la vida que nos distrae del verdadero trabajo de ser uno mismo.
Todo comenzó hace unos días con un comentario sobre el culo gordo de una chica, con una amiga. No me indignó el comentario, pero si volví a reflexionar sobre el por qué,  ¿por qué esa chica tiene que ser un sílfide para ser hermosa? Porque era realmente guapa. ¿Por qué debes que tener pectorales hercúleos y 6 abdominales en la barriga para ser sexy? ¿Dónde cometimos el fallo? Culpemos a los griegos y su amor por la belleza, claro que ellos eran conscientes de que la belleza es privilegio de unos pocos y la adoraban más que para comparar para animar. Voy al momento en el que te miras al espejo y no te gustas. Ahí está el peligro. Si hace media hora, antes de ducharte, estabas encantado ¿qué te hace cambiar de opinión?
La inseguridad de no tener nada en el armario hace que nuestro mundo se tambalee cada vez que tener los ojos de tu padre, las orejas de tu abuela, la sonrisa de tu tía y el pelo de tu madre se convierte en un estigma. ¿Quiénes somos realmente? ¿El reflejo del espejo o el espejismo de todas las comparaciones a las que nos sometemos?
De poco sirven los halagos del resto si tu no estás convencido de que te gusta lo que ves. Y a expensas de ser superficial (que poco me importa) tardamos más en escoger qué ponernos para una fiesta que en decidir si vamos. Ponemos nuestra alma en blanco para que sean otros los de decidan cómo debe afectarnos ser como somos. Nadie sabe qué o cómo somos pero así funciona y somos el reflejo de lo que los demás quieren que veamos de nosotros mismos.
Ahora vamos a pensar en esas mañanas en las que sales de casa sin pensar a donde vas. Una de esas mañanas en las que sin saber por qué estás animado, te sientes bien (también conocido por muchos como: estado de felicidad). Puede ser invierno o verano, puede hacer sol o estar aún oscuro. Andas por la acera, o te subes en el coche y piensas ‘qué bonito día hace’ Los zapatos no te molestan, la mochila es ligera, haces tu camino sin pensar, ves pasar la gente, el tráfico, las edificios de cada día parecen distintos, sientes que muchas personas a tu alrededor parecen poco felices y te sientes bien, sin culpa, porque piensas que pueden tener un mal día y eso nos puede pasar a todos. Uno de esos días en los que se puede parar el mundo y tú estás preparado para lo que venga.
Ahora piensa cuántos días así tienes a la semana y luego al mes y después multiplica por doce y si superas los trescientos días al año quizás sería el momento ideal para dejar de hacer comparaciones.



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